Columna de opinión de la Dra. María Teresa Muñoz Quezada, investigadora del Centro de Investigación en Neuropsicología y Neurociencias Cognitivas, CINPSI Neurocog.
A nivel mundial, durante 3 años los países elaboraron diferentes estrategias para enfrentar los estragos que estaba causando la pandemia del COVID-19 en la vida de las personas. Con la guía de la Organización Mundial de la Salud y de diversos equipos de científicos, las medidas de diagnóstico oportuno y trazabilidad, distanciamiento social, limpieza y desinfección, el uso de mascarilla, los confinamientos y recientemente la inoculación a través de vacunas han sido las principales acciones para contener la pandemia. Sin embargo, más allá de mantener el control de la pandemia, quedan diversos desafíos vinculados a la recuperación y adaptación de la comunidad y del sistema sanitario.
La emergencia sanitaria ha destacado la relevancia de fortalecer las instituciones de salud pública para enfrentar las enfermedades infecciosas e implementar acciones políticas junto con un enfoque integral que permita cuidar de la interacción existente entre pandemia y otras condiciones crónicas.
Actualmente nuestro país, de modo similar a otras naciones de Latinoamérica, enfrenta una situación epidemiológica difícil debido al aumento de las enfermedades crónicas no transmisibles, la postergación de los tratamientos durante la pandemia, el surgimiento de otras epidemias, los efectos provocados por el aumento de la violencia en las ciudades y el avance acelerado de la crisis climática, todo lo cual alerta acerca de la necesidad de contar con sistemas de salud consolidados que puedan actuar frente a las inequidades que se vieron exacerbadas con la pandemia. Los gobiernos han proyectado estrategias para poner fin a la pandemia, y se preparan para futuras emergencias sanitarias, se proyecta la mejora de las garantías de la atención en salud, se invierte en la atención primaria y se refuerza el apoyo colaborativo entre los estados. Dentro de las brechas detectadas, un área que requiere urgente inyección de recursos y que ya venía debilitada desde antes de la pandemia es la salud mental.
Diversos estudios internacionales informan algunas limitaciones que tuvieron los programas de atención en salud mental en el periodo de cuarentena, lo cual restringió el acceso de la comunidad a especialistas en el área.
Por otro parte, otros estudios demuestran que la violencia intrafamiliar hacia la niñez, adolescencia y hacia la mujer ha ido en aumento y está muy asociada al contexto de la incertidumbre de la pandemia.
La pandemia ha expuesto y afianzado desigualdades sociales preexistentes en la prevalencia de la violencia contra la población más vulnerable, y a nivel mundial, se han demostrado deficiencias importantes de los sistemas de salud en la respuesta y prevención de las problemáticas de salud mental. Por ejemplo, la conectividad telefónica y acceso a internet han sido posibles principalmente en países o ciudades con altos ingresos, por lo tanto, existe una población vulnerable de niños, jóvenes y familias que no recibieron atención de salud mental vía telefónica o a través de los canales virtuales de telemedicina implementados durante este periodo.
Si bien se crearon iniciativas que fueron parte de las estrategias de Gobierno (guía práctica sobre bienestar emocional, las líneas telefónicas o atención telemática que brindaron orientación), y también desde las universidades, con sistemas de ayuda que permitieron atender las problemáticas emergentes y apoyar con la primera acogida para poder orientar y derivar, existieron dos años en los que la salud mental estuvo rezagada, con presencia además de problemáticas sociales y del contexto sociopolítico, donde las familias se vieron afectadas por factores como la cesantía, la pérdida de familiares, el teletrabajo, la dificultad que tuvieron los estudiantes de responder a las exigencias académicas en sus casas, entre otros.
La literatura señala mayor vulnerabilidad, riesgo e impacto en la salud mental de las mujeres, e indudablemente esto fue agravado por la pandemia. La situación mundial indica que las tasas de trastornos mentales van en aumento, coexistiendo una estrecha relación con la marginación, el empobrecimiento, la violencia y el maltrato doméstico, el exceso de trabajo y el estrés, sobre todo en la salud de la mujer.
A partir de lo anterior, se hace necesario invertir en programas que puedan manejar el incremento en la demanda de atención respecto a las personas que han desarrollado trastornos de la salud mental en situación de pandemia COVID-19, y al mismo tiempo, prevenir el desarrollo de futuros problemas de salud mental en la población general, a través de campañas que permitan apoyar a las personas a manejar sus emociones y a adaptarse a los nuevos escenarios sociales y ambientales en el contexto de una pandemia controlada.
Reconocer estos desafíos, afianzar los aprendizajes adquiridos, planificar estrategias para resolverlos y crear programas que emerjan desde las necesidades de la comunidad con equipos de salud mental especializados, permitirá contar con una sociedad más resiliente, empoderada y proactiva frente a las futuras problemáticas sociales, sanitarias y ambientales que se avecinan.
“Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Católica del Maule”.